Despedida sin cartel

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A veces creo que los humanos deberíamos poder ser como los caracoles, andar con la casa al hombro, no tener que pensar en trasteos, poder ir así por el mundo, vulnerables y abiertos, pero a la vez con la protección que brinda a veces tener un techo. Sí, el techo como refugio, como hogar, no como conjunto de cosas materiales.

Es gracioso, porque justo en medio de estas preguntas, de mudarse, de irse, surge el proyecto de una persona muy especial -y otras que seguramente también son muy especiales- y preguntan ¿qué es la casa? quizás en un sentido más extenso que al que me refiero yo en este instante.

He tenido varias casas en mi vida, y muchas en mi corazón siguen siendo «mi casa»: La casa donde crecí, la biblioteca de La Loma, la UdeA, San Javier… Han sido mi techo y mi refugio, y también me han ayudado a construirme, pero no puedo negar que desde aquel día, desde aquel cartel de despedida, me he sentido con un pequeño agujero en el alma, quizás un poco como Siervo sin Tierra -aunque esperemos que no con el mismo final-.

De algún modo es sentirse como un perro a cuadros: en una generación que anhela viajar por el mundo con tan solo una mochila, yo añoro tener un pedazo de tierra como punto de partida y de llegada. Trastearse es sin duda un proceso traumático, salvo cuando uno lo hace en búsqueda de sus sueños… Pero el camino hacia los sueños a veces trae estaciones inesperadas, indeseadas, e incluso injustas.

Decidí escribir quizás con el anhelo de lograr soltar el taco en la garganta, quizás con el fin de desenredar el nudo de tristeza, sensación de injusticia y también de rabia. Con la misma sensación pueril de un niño que se ha perdido en el parque y no sabe si va a encontrar su hogar de nuevo, pero con la certeza de no ser ese niño, y además estar a cargo de una niña (maravillosa además, y sin culpa alguna de lo que sucede).

Me he cuestionado el tema: ¿es tan necesaria acaso la propiedad de algo, para sentir que el espacio que habitamos es nuestro? pero tomar un sitio en arriendo es el ser el pasajero transitorio de un lugar, como tomar un bus: sabes que vas a estar sentado allí, pero eso no hace que sea tu bus, que puedas apropiarte del lugar, y a ese mismo bus llegarán miles de pasajeros, sin que alguno permanezca allí definitivamente.

Aquel cartel de despedida, hace ya ocho años, fue decir adios a las mariposas en las mañanas, a levantarse y salir al patio a pisar la tierra húmeda después de la lluvia, a tener un espacio para sembrar y cosechar si así quisiera. Regresar a un lugar similar -o quizás mejor- hace ya casi un año fue la belleza de volver a vivir todo eso en compañía de la pequeña, de los sueños familiares, de meterle sangre, sudor y lágrimas a un espacio no propio, con la consciencia de que sería una preparación para el anhelado terruño.

Las lágrimas se atascan, pero de poco sirve llorar: el agua salada no cura cuando en vez de caer se evapora, solo queda guardar en la retina los buenos momentos, los aprendizajes de los malos momentos, guardar las convicciones, y quemar con leña verde todos esos dolores que en el alma dejan los viejos amores… Y seguir caminando, seguir palpitando, seguir dando amor.

Y es que a veces, sin pensarlo, los mismos caminos parecen indicarnos la parte del viaje por la que vamos transitando…

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